Entrevista con Natalia Gutierrez
Establecer Relaciones Entrevista de Natalia Gutiérrez con Adriana Cuellar. Bogotá, mayo 2005.
Siempre me ha intrigado el trabajo de Adriana Cuellar: tan independiente de las modas y tan conectado con el presente, tan autobiográfico aún cuando logra establecer un vínculo con la naturaleza de los seres humanos y de las cosas. Me reuní con ella una tarde y esto fue lo que me contó.
—Adriana: ¿De dónde salen tus ideas? De la casualidad, del azar. El jardín por ejemplo, es un afiche que vi en la vitrina de una papelería y lo pegué en mi taller para que me alegrara la vida. Alguien me regaló unos muñequitos de parafina y luego compré otros que me ofrecieron en el semáforo cerca de Monserrate, los colgué por ahí en mi taller desocupado y empecé a convivir con ellos, con esos muñequitos indefensos, en ese espacio vacío, atemporal. Empecé entonces a experimentar con el método de la cera perdida e hice moldes de yeso para reproducirlos. Realmente hay muy pocas ideas originales; se trata de reciclar lo que veo día a día y que me sorprende. Una tarde de diciembre me encontré con una escena muy particular: la enfermera que cuidaba a mi abuelita le estaba mostrando unos muñequitos que iba a usar en su pesebre y la vi ¡tan feliz! que decidí comprar muchos y esparcirlos sobre la cama. Tal vez se trata sólo de establecer relaciones; no hay significado, o no se termina, está suspendido, no existe, o existe tal vez sólo en el afecto. Mi abuela y los muñequitos en esa cama blanca, su fragilidad y nada más. Cuando veo la fotografía pienso, sin embargo, que en la cama de una persona anciana no pasa nada; es un tiempo detenido. En realidad mis ideas surgen, ahora que reflexiono, de la casualidad, como ya te dije, y también del tiempo. La escultura para mí, si pudiera definirla, ha sido como amasar el tiempo. —Tus primeros trabajos fueron fotografías de corredores de hospitales y de ascensores. Si, con la misma idea. Yo trabajo con el entorno que me rodea. En ese momento eran las salas de espera de un hospital. A mi manera de ver, la fotografía me permitía capturar esa experiencia. Tomé las fotos del lugar donde “tenía que estar” dadas las circunstancias y, curiosamente, resultaron muy escultóricas. Luego, empecé a rehacer con plastilina los objetos de la sala de espera —el florero, el cenicero—, y se deformaban; se convirtieron en unos amasijos de ese tiempo detenido, extraño, de ese tiempo de la espera. De ahí surgió el interés por el tiempo del proceso que me interesa mucho. Es decir, las ideas aparecen también en los procesos: calentar, enfriar, el tiempo de mezclar, de amasar; un tiempo de entrega al material que a veces simplemente hace lo que quiere. Un proceso de entrega también a las horas del taller. —Pero, en esta vida cotidiana tan agitada ¿tú tienes tiempo? Yo tengo que tener tiempo. —Es decir, que hay pedazos de tu vida que no te dejas robar por el tiempo del reloj? Si. Tal vez por eso me interesan los procesos interminables. La parafina por ejemplo, es un material que se derrite, se endurece y se puede volver a derretir y volver a usar como si no le interesara el resultado final. Se le añaden colores, se ensucia, con ella se rellenan moldes, en fin, con la parafina no se logra una obra terminada sino que invita a volver a empezar el proceso y hacer otra cosa. Por eso me gusta también como material en bruto, sin forma. –Cubrir es uno de los procesos que el yeso y la parafina te permiten. En realidad el trabajo con el yeso empezó con un caracol–fósil que me intrigaba porque no sabía cómo podría ser por dentro y al que le mandé sacar una radiografía. Resultó que no tenía nada en su interior; su estructura interna había desaparecido. Me interesé entonces por lo que estaba alrededor de ese vacío y empecé a forrar pedazos de mi cuerpo y de objetos. Exploré la experiencia de cubrir con yeso y con parafina como un proceso básico. Es como un juego. Un día en una clase les propuse a los niños que hicieran un plato en yeso con alguna parte de su cuerpo y entonces comían en una mano o en la rodilla. El yeso también es muy azaroso, porque queda bien o se desbarata o queda mejor el accidente que la forma que habías planeado. Es el caso de mis manos: eché yeso en mis palmas y quedó mejor el dorso con el yeso que se coló entre los dedos. Después llené ese molde de parafina. Tampoco hay nada definido en el yeso y por eso permite que aparezca, de nuevo, el tiempo y el azar. —¿Amasar es un gesto? Si, es una acción que aprendí con la plastilina y con el barro. Hacía rollos de arcilla y de repente algunos de ellos los espiché y me gustó y quedó eso, el gesto sobre la arcilla. — Algunos son en bronce. A veces siento que ciertos gestos no deben ser tan frágiles o tan pasajeros y vale la pena fundirlos en bronce pero con el menor maquillaje posible. —¿ O agigantarlos como las piedras de papel? Por ahora no quisiera destruir la escala de lo cercano, pero con las piedras es otra cosa. Vivía en Londres y era difícil trabajar. Trataba de relacionarme con Londres a mi manera: me vestía de amarillo pensando que a la gente se le dilataran las pupilas en esa ciudad tan gris, en fin, gestos, y también hacía recorridos en bicicleta. Una tarde descubrí un parque, a cinco cuadras de mi casa, con un círculo de piedras gigantes, prehistóricas, en la cima de una montaña. Desde allí se veía todo Londres. Caí en cuenta que, más allá de una iglesia determinada, desde siempre el hombre ha construido sitios sagrados con la necesidad de “reverenciar” de “pedir”, o “dar gracias”. Ese sitio me dejó sorprendida. Volví varias veces y cada vez fue más claro para mí que las piedras son otra configuración con lo sagrado y eso me interesa, sobre todo porque es un problema del lenguaje. Hay un montón de nuevas palabras pero hay acciones esenciales, silenciosas, como limitar un espacio sagrado, por ejemplo, amasar o cubrir. —Y que sería lo sagrado para tí. Tal vez el silencio. En el jardín hay silencio y es también una forma de delimitar un espacio importante para mí. La iluminación, la vejez, el afecto, la fragilidad. Lo sagrado tiene que ver con lo no divulgado, con lo que no tiene la respuesta; con ese lado que se queda en la casa, en lo privado, en lo íntimo. —¿También se relaciona con el silencio tuyo al hacer? Si. Tú tienes un espacio interno y ese espacio es más bien silencioso. No hay mucho ruido. Lo sagrado podría ser un espacio sin lenguaje, como las piedras que están más allá de cualquier religión. El espacio sin lenguaje es más sagrado que el espacio que tiene lenguaje. En Londres empecé a reciclar papel periódico y hacer piedras pequeñas porque era un material sin costo, porque a mí siempre me ha interesado el reciclaje. No me gusta producir desperdicios sino utilizarlos y transformarlos. Experimentaba con el material, lo espichaba y quedaban como “mogollitas” del tamaño de mi mano. También intervino el tiempo y, a mi regreso, intenté agigantarlas. Para hacer piedras de ese tamaño hay que consentir un montón el cartón: humedecerlo, calentarlo, batirlo, licuarlo, colarlo; le inviertes mucho tiempo. Ahora que lo pienso, para mí un artista es alguien que invierte tiempo; es alguien que logra hacer un azar válido. Alguien que trabaja con cosas que no importan o que no importan tanto. Que son importantes precisamente porque no importan. ¡El mundo se da tanta importancia! Me interesa lo que no importa, lo que nadie quiere. —¿Estarías definiendo tu trabajo como artista? En cierta medida sí, porque creo que el trabajo del artista es señalar eso que nadie quiere ver o que no tiene tiempo de ver. Me interesa señalar lo cercano, lo íntimo, lo afectivo y lo común a todos. No me interesa hablar de “las grandes cosas” sino de lo real común a todos.
Bogotá, mayo 2005. |